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LA PEDAGOGÍA SOCIAL EN LAS COMUNIDADES: REALIDADES Y DESAFÍOS DE LA EDUCACIÓN COMO UN BIEN COMÚN

José Antonio Caride

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Universidad de Santiago de Compostela



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Resumen:


S A B E R & E D U C A R 3 2 ( 2 ) 2 0 2 3 — C A D E R N O T E M Á T I C O : I N T E R V E N Ç Ã O C O M U N I T Á R I A

Situamos nuestros principales argumentos en la fun- damentación y reivindicación de la educación como un bien común mundial, con el objetivo explícito de agrandar sus horizontes pedagógicos y sociales. Una educación que además de proyectar sus enseñanzas y aprendizajes a lo largo de toda la vida de las personas, sea congruente con las necesidades emergentes de una sociedad en continua transformación, favoreciendo la cultura de la sostenibilidad y el bienestar de los pue- blos en la era del Antropoceno. Un tiempo histórico en el que las realidades cotidianas -de alcance plane- tario- no pueden ni deben obviar los impactos que es- tán causando las dependencias creadas por las redes tecnológicas, el insaciable poder de los mercados, las complejas dinámicas migratorias, la pobreza y las de- sigualdades sociales, el deterioro socioambiental y la emergencia climática. En este escenario, asumimos que educar en “lo común” es una tarea cívica irrenun- ciable en la construcción de un nuevo contrato social para la educación, otorgándoles a las comunidades lo- cales un protagonismo clave. La Pedagogía Social así lo viene planteando desde las primeras décadas del siglo XX, poniendo énfasis en los derechos humanos y eco- lógicos, la participación de la ciudadanía, la equidad y la inclusión social, el empoderamiento individual y colectivo, o los valores que invoca la cordialidad ética.


Palabras-clave:

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Educación, Pedagogía Social, bien común, comuni- dad local, ciudadanía.

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Abstract:


Our main arguments lie in the foundation and vindication of education as a global common good, with the explicit aim of expanding its pedagogical and social horizons. An education which in addition to projecting its teachings and learning throughout people’s entire lives, is consistent with the emerging needs of a society in continuous transformation, favouring the culture of sustainability and the well-being of peoples in the Anthropocene Epoch. A historical time in which everyday realities -of planetary scope- cannot and must not ignore the impacts caused by the dependencies created by technology networks, the insatiable power of markets, complex migratory dynamics, poverty and social inequalities, socio-environmental deterioration and the climate emergency. In this scenario, we assume that educating in “the commons” is an essential civic task to build a new social contract for education, giving local communities a key role. Social Pedagogy has been proposing this since the early decades of the 20th century, emphasizing human and ecological rights, citizen participation, equity and social inclusion, individual and collective empowerment, and the values invoked by ethical cordiality.


Keywords:

Education, Social Pedagogy, common good, local community, citizenship


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Introducción

El bien común y la idea de comunidad son consustan- ciales a la condición humana, aunque con frecuencia, y como se evidencia en la evolución de los procesos ci- vilizatorios, “solo existen en estado ideal y de proyecto” (Augé, 2012, p. 36). En verdad, todo indica que ninguna comunidad es perfecta ni podrá serlo, por mucho que su concepto -como diría Bauman (2003)- genere senti- mientos cálidos, percepciones positivas o sensaciones de bienestar, especialmente cuando los riegos e incerti- dumbres de las sociedades contemporáneas amenazan la libertad o el disfrute de la individualidad -entendida como el derecho a ser nosotros mismos- supeditándolas a la seguridad y la cohesión social.

De un modo u otro, que todos vivamos en comunida- des connotadas por vínculos de distinta naturaleza y alcance (local, regional, nacional, internacional), indisociables de los contextos socioeconómicos, polí- ticos y culturales en los que se inscriben, explica que lo común y lo comunitario hayan deparado -y conti- núen haciéndolo- lecturas e interpretaciones contro- vertidas en el pensamiento clásico y moderno (Alvaro, 2021), desde la Filosofía a la Antropología, pasando por la Historia, la Sociología, la Psicología Social, la Ecología Humana o la Economía, motivando intelec- tualmente a pensadores o autores tan relevantes como Immanuel Kant, Karl Marx, Émile Durkheim, Max Weber, Ferdinand Tönnies o George Simmel.

Siendo palabras que informan sobre construcciones sociales, culturales, cívicas, políticas, etc., lo común, las comunidades y lo comunitario circulan profusa- mente en la sociedad, los medios de comunicación, las ciencias sociales, los debates parlamentarios.., cargándose de interrogantes, sensaciones o expecta- tivas suscitadas sobre un modo de ser colectivo, su- jeto y objeto de transformaciones históricas y de la propia cotidianeidad (Touraine, 1993), que además de explicar e interpretar sus circunstancias, cuestionan los referentes heredados de la cohabitación humana (Marinis, Gatti & Irazuzta, 2010), siempre provisional e inacabada.

En lo común, anota Sevilla-Buitrago (2023), se con- fronta el pasado con el futuro dándonos la oportuni- dad de reescribir la historia de la humanidad en una doble perspectiva: de un lado, la que testimonia los dramas de los oprimidos y de la urbanización capi- talista, la privatización de las tierras comunales, la segregación espacial, o el control de los espacios pú- blicos; de otro, la que nos ofrece la oportunidad de ex-

plorar nuevas alternativas para el cambio social, los proyectos y las visiones emergentes en la organización del espacio y de los territorios definidos por las perso- nas que los habitan.

Crear vínculos que vayan más allá de cada individuo, trascendiendo las miradas nostálgicas con las que sue- len contemplarse las comunidades - como si fuesen refugios o paraísos perdidos (Bauman, 2003), - solo podrá hacerse colaborativamente, mediante la coope- ración y el cuidado mutuo, tomando distancia de las visiones egoístas que destruyen u obstaculizan la soli- daridad, la convivencia, la cordialidad, la equidad, la cohesión, la paz o la justicia social. No somos islas ni nos bastamos a nosotros mismos, por lo que precisa- mos superar el limitado perímetro de nuestros propios intereses, abrazando lo universal y sintiendo que for- mamos “parte de una inmensa comunidad constitui- da por los semejantes” (Ordine, 2022, p. 17).

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Más aún: lo comunitario y las comunidades nos sitúan ante la urgencia de encontrar nuevos caminos para el desarrollo, la acción e intervención social. Aunque no lo declaren explícitamente, sus propuestas enfatizan la búsqueda colaborativa del bien común, presente en el zoon politikón de Aristóteles y en su concepción del hombre como un ser cívico que se realiza en el espacio público.

Si “las acciones comunitarias son siempre colectivas” (Aguilar, 2004, p. 246), como también lo son sus obje- tivos, metodologías, prácticas, etc., se requiere una implicación activa de distintos agentes, con recursos y estrategias transversales congruentes con la com- plejidad del conocimiento existente, las necesidades o demandas de la población, y los procesos de cambio que se promuevan mejorándonos como personas y so- ciedades. No ha sido ni será fácil conseguirlo cuando, como han señalado Llena, Parcerisa & Úcar (2009, p. 21), “el concepto de comunidad tiene, al menos, dos dimensiones interconectadas: la racional y la emocio- nal. Y si la primera puede hacer referencia a números, límites o ubicaciones, la segunda lo hace a sentimien- tos, afectos, conexiones y pertenencias”. Ambas, ine- vitablemente, asumiendo que el bienestar social no puede contrariar la sostenibilidad ambiental ni acre- centar los deterioros provocados por la actividad hu- mana en los ecosistemas que mantienen la vida.

Los saberes académicos y las prácticas comunitarias -a cuyos logros contribuyen distintas disciplinas cientí- ficas y un volumen creciente de profesionales, entida- des e instituciones de las Administraciones Públicas, asociaciones y colectivos del tercer sector, etc.- han in- crementado significativamente la cantidad y calidad

de las iniciativas que emprenden. Sus aportaciones a la formación, la investigación o la transferencia de co- nocimiento han adquirido niveles de excelencia hasta hace pocos años impensables. Sin obviar que conti- núan siendo conceptos inestables, sujetos a cambios temporales y contextuales diversos… en direcciones distintas y a veces también contradictorias (Frago- so, 2009), lo comunitario y las comunidades sugie- ren oportunidades para la participación ciudadana, la innovación social, el desarrollo local sostenible, la mediación intercultural y los pactos cívicos, la educa- ción patrimonial, la democracia cultural, las políticas sociales de proximidad, etc. de las que no se puede prescindir ni en la teoría ni en la praxis social (Caride, 1997).

La Pedagogía Social, cuyos primeros fundamentos científico-reflexivos debemos a Paul Natorp finalizan- do el siglo XIX, elogiará la comunidad como el “en- sanchamiento del sí-mismo”, insistiendo en que una verdadera pedagogía no puede eludir las leyes funda- mentales de la vida en y de la comunidad: los fines de la educación no se justifican únicamente en el hecho de dotarnos de aptitudes para vivir en comunidad, sino para una participación efectiva, como voluntad y toma de conciencia, en su construcción.

Desde entonces, aunque de un modo discontinuo, la Pedagogía Social y, en relación a ella, la Educación Social - en convergencia con los procesos de reconcep- tualización que se producen en la Acción-Intervención Social y el Trabajo Social en los años setenta del pasa- do siglo - le concederán un un especial protagonismo a las comunidades y a lo comunitario, con plantea- mientos epistemológicos, teóricos, metodológicos, aplicados, sociopolíticos, profesionales... abiertos a la interdisciplinariedad, al trabajo en equipo, la coo- peración institucional, la internacionalización de los programas e iniciativas, etc. Lo hacen, en todo caso, proponiendo enseñanzas y aprendizajes que de ima- ginar o repensar la educación como un bien común, subscriben la necesidad de promover un nuevo contra- to social con el que “disfrutar y ampliar las enrique- cedoras oportunidades educativas que tienen lugar a lo largo de la vida en diferentes espacios culturales y sociales” (UNESCO, 2022, p. 110).


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Educar en lo común como tarea cívica y pedagógica

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Afirmar y, en cierto modo, reivindicar la educación como un “bien común mundial” (UNESCO, 2015 y 2022), intrínseco a la condición humana y a la vida en comunidad, sin reducir lo público a los significados que se le han atribuido en las teorías socioeconómicas más convencionales, al priorizar su concepciones más instrumentales e individualistas. Aunque persisten desde hace décadas se enfatizan las dimensiones so- ciales de la educación invocando las responsabilidades compartidas, los valores cívicos y las virtudes inheren- tes a la convivencia, relacionando su caracterización como un bien común al conjunto de principios, insti- tuciones, recursos, medios y prácticas que permiten a las personas asegurar el derecho a la dignidad como una construcción histórica (Petrella, 2009; Trueba & Pérez, 2018; Atienza, 2022).

Teniendo en cuenta las múltiples interpretaciones cul- turales que se asocian a lo común y, por extensión, a lo comunitario, las políticas públicas deberán ser con- gruentes con el reconocimiento de la diversidad que caracteriza sus realidades, las cosmovisiones en las que se sustentan, conciliando los intereses personales con los colectivos en los distintos modos de educar y educarnos en sociedad. Así se desprende de lo que ha redactado la Comisión Internacional sobre los nuevos futuros de la Educación en el Informe que ha elevado a la UNESCO (2022), al señalar que “como iniciativa social comparti- da, la educación crea objetivos comunes y permite que individuos y comunidades prosperen juntos” (p. 3).

En opinión de Zubero (2012), los bienes comunes y el procomún sugieren la oportunidad de repensar el pro- tagonismo de las personas en la sociedad-red, tanto en lo que atañe a su autonomía, privacidad, libertad de pensamiento y acción, como a los controles y some- timientos que imponen la burocratización, los merca- dos y sus lógicas competitivas. Sin que, por otra parte, puedan soslayarse las trampas del ciberespacio y sus dinámicas excluyentes, con


valores y prácticas que se desarrollan en el entorno on-line, pero que no dejan de tener (cada vez más) efectos en los entornos off-line: “lejos de cualquier di-

cotomía, las comunidades virtuales constituyen en la mayoría de los casos comunidades de práctica social y política… Y su acción está cambiando para siempre las formas de hacer política (Zubero, 2012, p. 165).


Como diría Pilar Heras i Trías (2008, p. 35), “a menudo se olvida que la comunidad por sí misma es un suje- to político”, pasando por alto que las relaciones exis- tentes entre la acción política y la acción comunitaria también actúan y de desenvuelven dentro de marcos políticos, en espacios de poder que desarrollan o inhi- ben la cultura de la participación.

Hasta la llegada de las que comenzaron identificán- dose como “nuevas” tecnologías de la comunicación y la información, la mayoría de las caracterizaciones elaboradas acerca de la comunidad hacían referencia al territorio, a los vínculos personales y a la proximi- dad. Frente al pasado, han dejado de estar ligadas en exclusiva, e incluso de un modo preferente, a las coor- denadas espacio-temporales (Úcar, 2009), para defi- nirse cada vez más por los nexos físicos y virtuales de la multiafiliación que relaciona a las personas y a las comunidades en la sociedad global-local hiperconec- tada. Aunque resulte paradójico, la globalización que nos abre al mundo determina que esté coincidiendo el auge del individualismo con un creciente interés por la comunidad, aunque sus procesos relacionales estén ba- sados en nuevos tipos de pertenencia, creación y afir- mación de las interacciones sociales (Delanty, 2006).

En este escenario, las prácticas socioeducativas, ade- más de ofrecer la oportunidad de contribuir al bienes- tar de las comunidades, deben posibilitar que seamos plenamente partícipes en los procesos de desarrollo individual y colectivo, reconociendo a las personas como sujetos de la acción y no como meros objetos de atención (Caride, Vargas y Freitas, 2007).

Que las comunidades educan, implícita o explícita- mente, no se cuestiona, situándonos, con frecuencia y sin que puedan eludirse, ante los desafíos... desa- fíos que impone la complejidad del mundo desbocado en el que nos hemos instalado en las últimas décadas (Morin, 2001). La educación, al igual que sucede con la cultura y otros ámbitos en los que se concreta la acción e intervención social solo pueden existir si existe co- munidad, de igual modo que podríamos decir que no existes comunidades que se precien sin una educación y una cultura que las recree permanentemente.

Al diálogo educación-cultura-comunidad le atribuimos las connotaciones de una construcción pedagógica-social sustentada en la reciprocidad de las influencias que mo- vilizan sus respectivas realidades (Caride & Pose, 2008):

ya sea de forma intencional (por ejemplo, en los cen- tros escolares) o de forma incidental, allí donde coti- dianeidad (en las familias, las calles y plazas, a través de los medios de comunicación social…), ejerce -con mayor o menor vocación educante- algún tipo de inci- dencia educativa, cultural o socializadora” (p. 37).


Las comunidades son, o deberían serlo, un soporte clave en la socialización de los valores cívicos, prolon- gando el quehacer formativo de las escuelas y familias más allá del currículum escolar y de las relaciones en el hogar, de modo que el territorio y las comunidades puedan ser concebidos como ámbitos en los que es po- sible “conjugar con sabiduría el conocimiento, la téc- nica y la sensibilidad” (Vilar, 2008, p. 275).

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Para la educación que tenemos, en contraste con la que necesitamos o deseamos, implica problematizar el reduccionismo que conlleva limitarse a asociar mu- chas de sus concepciones y prácticas a la instrucción, la enseñanza, el currículum o el aprendizaje disciplinar procurado por unas determinadas disciplinas académi- cas y su fragmentación en asignaturas; sin minusvalo- rar los saberes que promueven de un modo sistemático, el diálogo educación-comunidad insiste en que es pre- ciso recuperar y ensanchar los logros educativos para todos y durante toda la vida (Delors et al., 1996).

Aludimos a comunidades (pueblos, barrios, ciudades, etc.) que además de poseer recursos, servicios, orga- nizaciones, profesionales, etc. promueven dinámicas colectivas con las que dar respuesta a las dificultades y necesidades de las personas, comenzando por quienes

-como sucede en la infancia, en la vejez o con quienes padecen algún tipo de discapacidad o diversidad fun- cional– se encuentran en situación de mayor depen- dencia, fragilidad o vulnerabilidad social. Para evitar que la acción comunitaria sea un concepto vacío, debe llenarse con contenidos teórico-normativos, estratégi- cos, metodológicos, operacionales, etc. que permitan alcanzar metas u objetivos viables, con procesos y re- sultados en los que las Administraciones Públicas y sus políticas deben estar decididamente comprometidas.


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La educación

en la comunidad como pretexto, texto y contexto

La comunidad y las comunidades continúan tenien- do un gran valor simbólico, con apenas connotaciones negativas, aunque con frecuencia se distorsionen sus realidades acerca de lo que son, se perciben y/o repre- sentan en la vida cotidiana de las personas. Así se pone de manifiesto en el análisis de las prácticas co- munitarias, destacando su importancia en el fomen- to de la convivencia local y la participación ciudadana (Pastor Seller, 2015).

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Con frecuencia, aludiendo a la educación desde la infancia hasta la vejez, se ponen en valor las poten- cialidades que ofrecen las comunidades no solo para contextualizar y ajustar las respuestas educativas a las necesidades o demandas de la población, sino tam- bién para garantizar la igualdad de oportunidades y la inclusión social, con un sentido alternativo y trans- formador, tanto para la educación en sí misma como para la vida en común: la educación comunitaria, dirá Essomba (2019), “no nace para resolver un pro- blema educativo de la sociedad, sino para resolver un problema social desde la educación” (p. 13). Con po- cas variaciones, podría decirse lo mismo cuando nos situamos en la acción y la intervención comunitarias, en el trabajo comunitario y sus vínculos con el desar- rollo local, observando la comunidad como contexto, texto y pretexto para el quehacer humano. Sin duda, uno de los principales retos del siglo XXI, con la pre- tensión de educar en la y para la comunidad, reside en promover una convivencia que sea intergeneracional, intercultural y comunicacional (Candeias, 2019).

En el diálogo educación-sociedad se trata de una inquietud que viene de lejos, siendo abundantes las aportaciones que apuestan por enfoques más integrales e integradores de la educación y de la ac- ción social, convergentes con una mayor apertura de las escuelas a la comunidad, a los valores democráti- cos, la igualdad y el papel que le corresponde desem- peñar en la sociedad (Palacios, 1978). En este empeño merece un especial reconocimiento Émile Durkheim, cuya obra póstuma Éducation et Sociologie (1922), además de legarnos una de las definiciones más emblemáticas sobre la educación, analiza el carácter social de la mis-

ma y las relaciones entre la Pedagogía y la Sociología. Con otra perspectiva, también destacan las contribu- ciones realizadas por los movimientos de renovación pedagógica de finales del siglo XIX y los inicios del si- glo XX, con el importante papel que tendrá el círculo de Chicago liderado por John Dewey, George Herbert Mead o Jane Addams a favor de una educación progresis- ta considerada como un soporte clave en la experiencia social democrática y “en la concepción de todas las ins- tituciones educativas como piezas esenciales de la vida comunitaria” (Miras, 2022: XIII).

Complementariamente, también deben significarse en una lectura histórica las abundantes y valiosas re- flexiones que emergen del Trabajo Social Comunita- rio, con los antecedentes que en su evolución científi- ca, sociopolítica y profesional tendrán los promotores del socialismo utópico, de los movimientos sindica- listas, feministas, pacifistas, ecologistas, etc. Como han analizado Malagón & Sarasola (2006),


es un hecho contrastable que han aparecido nuevas tipologías comunitarias, por lo que se debiera cami- nar hacia un mundo de comunidades, sin embargo la voluntad del poder económico y político se presenta en un sentido contrario.. de una parte el pensamiento dominante nos conduce hacia el individualismo más exacerbado e insolidario, y por otra sabemos que las personas son tales en razón de sus relaciones, fuera de las cuales se pierde la identidad (p. 203).


En el contexto europeo y, singularmente en España, son numerosas las publicaciones -tanto en libros como en revistas especializadas- que evidencian los avances que se vienen produciendo en este campo desde los primeros años del siglo XX hasta la actualidad, con la importante impronta que, tras la segunda guerra mundial, tendrá la reconceptualización del Trabajo Social, de la Acción Social y la Intervención Social, yendo del individuo a la comunidad (Lillo & Roselló, 2001; Barbero & Cortés, 2005; Hombrados, García & López, 2006; Fernández & López, 2008; Hernández, 2009; Fresno & López, 2013; Méndez & Pérez, 2021). En los años dos mil destaca la apuesta editorial que haría Graó con la publicación de la colección dedicada a la Acción Comunitaria, mostrando como sus discursos, reflexiones, investigaciones e ideas están entre las mejores alternativas para construir la inclusión y me- jorar la convivencia social, con vocación interdiscipli- nar y dialogante tanto en los saberes académicos como en las prácticas profesionales (Úcar & Llena, 2006).

Lo son también a nivel internacional, tanto en el tra-

bajo editorial orientado a la publicación de libros y capítulos de libros, como a la de revistas especializa- das que con un perfil monográfico o miscelánea han situado el Trabajo Social Comunitario en una línea de actuación preferente; a lo que se añade la densa y continuada labor de Entidades de titularidad pública y privada, Fundaciones, Administraciones Públicas (locales, regionales, estatales), organizaciones no gu- bernamentales, colectivos y asociaciones científicas y profesionales, Universidades, etc. Entre muchas otras, sin acudir a textos clásicos, son destacables las contribuciones de Rupp (1970), Ander-Egg (1980), Twelvetrees (1996), Taylor & Roberts (2005), Teater & Baldwin (2012), UNESCO (2012); Bamford (2015), Lynch

& Forde (2015), Clarke (2017), Mayo (2020), Tam (2021). En la transición de las comunidades “tradicionales” a las comunidades “digitales” de la sociedad-red, el nosotros colectivo se asocia a coordenadas espacio-

-temporales desconocidas hasta los últimos años del pasado siglo. En ellas, las prácticas educativas no solo experimentan la complejidad sino que la propia ta- rea de educar es cada vez más compleja. Para el pro- fesor Julio Vera (2007) sus circunstancias sitúan a las escuelas ante un proceso de rupturas impredecibles: “la sociedad del conocimiento, la hipertextualidad de Internet, y toda la red de recursos y servicios educati- vos disponibles en la actualidad contribuyen a decons- truir la escuela y a romper su monopolio formativo e informativo” (p. 20). Una actualidad sometida cam- bios tecnológicos y sociales incesantes, modificando sustancialmente sus realidades, sin poder pasar por la notoria incidencia que tenido en la educación ins- titucionalizada, desde la Educación Infantil hasta las Universidades, la pandemia por Covid-19.

Las reiteradas y profundas crisis -socioambientales, económicas, culturales, sanitarias, etc.- que expe- rimentamos en un Planeta ecológica y socialmente herido, evidencian las dificultades que supone afron- tarlas, no solo en los modos de leer e interpretar sus realidades sino, y fundamentalmente, en la adopción de alternativas que procuren una existencia más dig- na para todas las personas.


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Hacia la construcción de una pedagogía social comunitaria en la era del Antropoceno

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La profesora Yayo Herrero (2023) proyecta buena parte de los desafíos que debemos afrontar en una adecua- da organización de la vida comunitaria en la era del Antropoceno: un término acuñado por Paul Crutzen y Eugene Stoermer en el año 2000 para designar un tiempo histórico al que se asocia una edad geológica densa e intensamente afectada por las alteraciones medioambientales que está provocando la actividad humana a escala planetaria (Arias Maldonado, 2018; Scranton, 2021; Ellis, 2022; Fernández Durán, 2022). El cambio climático, como el mayor desafío socioam- biental que enfrenta la humanidad en los inicios del tercer milenio, se nos presenta como espejo y reflejo de las respuestas que deben adoptarse como un impe- rativo ético y ecológico; también pedagógico y social (Caride & Meira, 2022; Novo, 2023).

Las primeras referencias documentadas sobre la Peda- gogía Social sitúan sus orígenes terminológicos en los años centrales del siglo XIX en Alemania, cuando Karl Friedrich Mager, en 1844, y Friedrich Adolph Wilhelm Diesterweg, en 1850, la nombran sin concretar sus fun- damentos teórico-conceptuales y, menos aún, las con- notaciones científicas y/o académicas con las que poder dotarla de una identidad suficientemente definida en el conjunto de los saberes pedagógicos de la época.

Entonces, sus aportaciones se limitaron a incorporar esta expresión a otras que, con una variada gama de significados, trataban de vincular “lo social” a nuevas formas de conocer y actuar, propiciando una construc- ción más autónoma y diferenciada de las emergentes Ciencias Sociales -la Antropología, Sociología, Geo- grafía, Historia, Economía, Psicología, etc.- favore- ciendo un conocimiento metódico de la realidad so- cial, del comportamiento humano, de los fenómenos y acontecimientos sociales, económicos y culturales, así como de las instituciones y organizaciones socia- les de las relaciones e interacciones sociales; también en las comunidades. A estos propósitos vincularon su

desarrollo epistemológico y metodológico desde enfo- ques o perspectivas dispares, tanto en lo que atañe a los modos de obtener, explicar e interpretar los “he- chos sociales” como en su orientación teorética, refle- xivo, aplicada, empírica, etc.

También lo hará la Pedagogía, cuyas raíces etimo- lógicas como paidós-gogía comenzaría focalizando su atención en la conducción de la infancia o en el arte de enseñar o educar a los niños, para ir dando paso a otras interpretaciones. Entre ellas, las que desde fina- les del siglo XVIII y, de un modo más explícito, a partir de los primeros años del XIX, se reflejaron en las obras de Immanuel Kant -Tratado de Pedagogía- o de Johann Friedrich Herbart -Pedagogía General derivada del fin de la educación-, en su afán por sistematizar y orientar los estudios sobre la educación como una ciencia social. Habrá que esperar a los últimos años del siglo XIX para que la pedagogía se adjetive o sustantive como social (Caride, 2005), asociando esta intencionalidad al término “pedagogía social”, como una determinada forma de entender la educación y la pedagogía, reco- nociendo una preocupación explícita por las condicio- nes sociales de la educación y las condiciones educati- vas de la vida social. En este empeño resumiría Paul Gerhard Natorp (1854-1924) las inquietudes con las que considera su construcción como una ciencia, relacio- nada con el Derecho y la Economía, que no se circuns- cribe a la educación del individuo para hacerlo partíci- pe de la vida social. Así consta en las primeras páginas de su libro Sozialpädagogik. Theorie der Willensbildung auf der Grundlange der Gemeinschaft, editado por Frommanns Verlang (Stuttgart) en 1899.

Años más tarde, en la redacción del prólogo que haría a su edición española, por Ediciones La Lectura, preci- saría que la palabra pedagogía


“no significa sólo ‘educación de los niños’, en sus for- mas tradicionales: se refiere a la obra entera de ele- vación del hombre a lo alto de la plena humanidad. ‘Pedagogía Social’ no es la educación del individuo aislado, sino la del hombre que vive en una comuni- dad, educación que la comunidad hace y que hace a la comunidad, porque su fin no es solo el individuo” (Natorp, 1915, p. 8).


Argumentando sobre su toma de postura, incidirá los vínculos que existen entre educación y comunidad, reconociendo en esta última la posibilidad de agran- darnos a nosotros mismos, con un sentido filosófico, ético-social y pedagógico incuestionable, sin dejar al margen la comprensión científica de la vida social

misma: “una verdadera pedagogía social no puede es- quivar la pregunta acerca de las leyes fundamentales de la vida de la comunidad” (Natorp, 1915, p. 107).

El profesor Vilanou (2001) prologando la reedición, re- lativamente reciente, de la obra de Natorp en España, señala que para el pedagogo alemán, las relaciones en- tre comunidad y educación no son meramente externas, sino consustanciales a sus respectivas razones de ser:


las exigencias de la educación radican en la comuni- dad de la misma forma que las de la comunidad en la educación. Siendo por tanto la comunidad la única que educa, se establece una clara conexión entre la educación y las diversas formas progresivas de comu- nidad: la familia, el municipio, el Estado, y finalmen- te, la humanidad (p. 39).


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La incidencia del filósofo y pedagogo neokantiano, ads- crito a la Escuela de Marburgo (Alemania), en la peda- gogía española comenzará a notarse en la formación y el quehacer intelectual de académicos tan relevantes como Manuel Bartolomé Cossío, Suceso Luengo de la Figuera, María de Maeztu, María Zambrano, Manuel García Morente, Rufino Blanco, o Lorenzo Luzuriaga (Caride, 2005; Caride & Ortega, 2015). También marca- rá en sus inicios el pensamiento filosófico de José Or- tega y Gasset, quién en 1905 sería discípulo de Natorp con motivo de la realización de una estancia académica para ampliar estudios en el país germánico. Ortega re- conocerá que los problemas que afectaban a la sociedad española eran esencialmente pedagógicos, juzgando

-entonces- la pedagogía social como una ciencia para transformar sociedades, inseparable de la política, como un método comunitario de mejora que afecta a todos los ciudadanos (Valiente, 2016).

La aproximación educativa y social a la acción comu- nitaria en España y Alemania, con una mirada histó- rica que llega hasta la actualidad, ha sido objeto de análisis posteriores, poniendo de relieve que tanto en el contexto alemán como en el español -diremos que también en otros países europeos y latinoamericanos- permiten


afirmar que la acción comunitaria se presenta como un ideal, a pesar de la multiplicidad de razones que justifican la urgente necesidad de que en el centro de las políticas sociales se sitúen las actuaciones comuni- tarias más próximas a una visión ecológica de los he- chos y acorde con la complejidad del territorio” (Var- gas, Varela & Aparicio, 2014, p. 16).

Así lo exponen Orzechowski y Ribas (2023) al explorar las ideas de Paulo Freire, analizando como la integra- ción de las prácticas educativo sociales inspiradas en Natorp se hacen efectivas en los contextos comunita- rios, haciendo partícipes a los sujetos que en ellos con- viven en la construcción de una sociedad más justa, con alteridad y equidad social. Los autores concluyen que para tornar positivos los procesos de educación comunitaria -consiguiendo que sean emancipatorios, conscientes y consistentes- no pueden negarse los con- flictos que surgen en su interior, insistiendo en que la praxis social que promueve la pedagogía social debe ser “un camino a ser recorrido por el propio sujeto ante su comunidad” (Orzechowski y Ribas, 2023, p. 9).

La Pedagogía Social, cuando se sustantiva como “co- munitaria” (Caballo & Gradaílle, 2008; Morata, 2014 y 2016; Civis & Riera, 2014), presentándose como un modelo de intervención socioeducativa integral, inci- de en la necesidad de promover la participación activa de la ciudadanía, situando buena parte de sus desa- fíos en el empoderamiento individual y colectivo de las personas, incentivando la corresponsabilidad, la cooperación, la inclusión y la sensibilización social. El compromiso con el bien común -entendido como lo que se considera que es bueno o beneficioso para to- dos los miembros de una comunidad- es uno de sus principales soportes filosóficos, éticos y pedagógicos. A lo que deben añadirse contextos, estructuras ade- cuadas y climas educativos de proximidad y confianza que ofrezcan oportunidades y estímulos para el desar- rollo de las capacidades y las habilidades democráti- cas (Morata, 2014). Se trata de adquirir una visión más profunda y auténtica de la realidad, el saber y el no- sotros mismos; de lo que todavía está por hacer y que puede llegar a ser (Aguilar, 2020).

Poniendo en valor la estrecha relación de la educación con la vida cotidiana, para que pueda extenderse y en- riquecerse en todos los tiempos y espacios que procu- ran sus enseñanzas y aprendizajes a lo largo de la vida, cabe destacar su importancia para las comunidades locales, las ciudades, los pueblos y las aldeas, sin ob- viar la proyección que puedan tener a nivel regional, nacional e internacional. Ir más allá del currículum, de las aulas y de las instituciones escolares, obliga a comprometer los programas educativos con un am- plio y diversificado conjunto de prácticas sociales, potencialmente educativas, formativas o culturales relacionadas con el trabajo, los cuidados, el ocio, las actividades artísticas, los deportes, la acción social, las redes digitales, los medios de comunicación, etc. Como apuntaría Pilar Heras i Trías (2009), no estamos

ante un ensayo ni un experimento, ya que, “en el fon- do se trata de educar para vivir mejor, para ser segu- ramente más felices, pare decidir con responsabilidad sobre lo singular y particular, pero sobre todo, sobre lo colectivo” (p. 156). Una educación para la ciudadanía con la ciudadanía que apueste por la sostenibilidad, la calidad de vida y el bienestar de las personas con un sentido profundamente social y comunitario.


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Concluyendo

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Desde hace décadas, muchas de las iniciativas y prácticas que hemos mencionado están incorporadas a los ámbitos de Acción e Intervención Comunitaria, a la Pedagogía Social y a la Educación Social, a la Animación y Gestión Sociocultural, entre otras. Sin nombrarlas expresamente, los últimos informes de la UNESCO (2015 y 2022) enfatizan que debe ampliarse el pensamiento existente sobre dónde y cuándo se lleva a cabo la educación. Un reto, que se considera urgente,


planteado hace 50 años el informe de la Comisión Faure, que establecía una visión de la cité éducatif (ciudad educadora) en un esfuerzo por repensar los sistemas educativos. Traducida de diversas maneras a otros idiomas (al inglés como “learning society”: sociedad cognitiva), la “ciudad” es aquí una metáfora de un espacio que abarca todas las posibilidades y todo el potencial, especialmente porque están interconectados. Se basa en la idea de que hay que pensar de forma holística en la riqueza y la diversidad de espacios e iniciativas sociales que apoyan la educación, así como en quiénes están involucrados (UNESCO, 2022, p. 110).


Como ha señalado Julio Vera, asimilando las comunidades con los contextos sociales comunitarios, existe una gran variedad de ámbitos en los que podrá incidirse educativamente, presentando múltiples posibilidades para poner en marcha estrategias generadas en su territorio, como los museos, las bibliotecas, los parques, los jardines y las zonas deportivas, al ser “recursos que la comunidad puede aprovechar con fines educativos” (Vera, 2007, p. 21). Lo hemos argumentado recientemente:


crear comunidad tejiendo redes sociales solo es posible desde metodologías constructivas, colectivas y participativas capaces de captar y gestionar la

energía comunitaria, de sacar el máximo partido a la incertidumbre, convirtiéndola en nuevas y potentes posibilidades. Nos referimos a redes que no son meros contactos, sino también importantes fuentes generadoras de normas de conducta cívico-solidaria y de reciprocidad que configuran lo comunitario real (Aguilar, Caride & Viché, 2022, p. 75).


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Lo comunitario, por mucho que también se identifique con lo “virtual”, continúa relacionándose con una determinada concepción del territorio, de sus recursos y potencialidades, de las relaciones que existen -o podrán existir- entre los miembros de la comunidad y su empoderamiento tanto en un plano individual como colectivo, mediante la autoorganización y la apropiación de los espacios públicos. Entre otros objetivos o finalidades aspira a democratizar el derecho a la educación y a la cultura, redistribuyendo el capital social, material y simbólico, construyendo ciudadanía, aunque deba aceptarse que“la comunidad no viene dada ni existe de la misma manera para siempre, sino que se está construyendo y reconstruyendo constantemente” (Beirak, 2022, p. 70).

El territorio no solo es el decorado en el que vive la comunidad, en la que se reproduce y cambia: es un tejido vivo, en el que la vida se reproduce y cambia: “nunca está aislado… nos hace interdependientes ya que no existen individuos completamente autónomos, todas las personas somo interdependientes… tener consciencia de que la vida humana no se sostiene sola” (Herrero, 2023, p. 168). De ahí la necesidad de tejer comunidad y poder comunitario, asociando los procesos educativos y sociales a la articulación y el desarrollo de las responsabilidades comunitarias, individual y colectivamente. Lo anticipábamos hace años, aludiendo al sentido dialéctico con el que las comunidades deben ser consideradas como objeto y sujeto de los procesos de cambio social,


como expresión de una sociedad que educa y se educa desde el presente, con criterios de una formación integral que no puede inhibirse ante la prospectiva de un mundo que se globaliza. Y para el cual, más que nunca, el desafío consiste en acertar con los límites imaginarios, no sólo geográficos, que las comunidades han de borrar o trazar para educarse y aprender a ser (Caride, 1997, p. 245).


Lo que son palabras deben proyectarse en iniciativas, planes, proyectos, programas, etc. que agranden los horizontes comunitarios, sociales y culturales a

favor de una ciudadanía sin fronteras, que opte por la cooperación interterritorial, que vitalice la democracia, fomente la transversalidad en las políticas públicas y en los proyectos de acción-intervención social, fortalezca los derechos a la libertad, la justica, la igualdad… convocándonos, en las palabras y en los hechos, a una pedagogía de las oportunidades social y cívicamente comprometida (Caride, Gradaílle & Varela, 2020).

La tarea ilusiona y desafía en la construcción de cualquier futuro que sea estimable para las personas y las comunidades, reconociendo y optimizando las potencialidades inherentes al aprender juntos, abriendo los posibles de la educación y la cultura a la vida (Garcés, 2020).


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